miércoles, 21 de diciembre de 2016

El viajero del tiempo



Rodrigo Arismendi era un hombre adinerado y de buen semblante, con una característica nariz aguileña y ojos color avellana. A pesar de ser un exitoso hombre de negocios, su verdadera pasión eran las novelas, en particular las de ciencia ficción que abordaban la temática de viajes intertemporales. Solía pasar horas, absorto en sus pensamientos, imaginándose viajando a lugares y tiempos de los que hoy solo se tiene conocimiento gracias a los libros. 

Lo único que amaba más que a sus novelas era Teresa, su esposa, una hermosa mujer esbelta, cabello ondulado y ojos castaños, con la que hacía solo unos meses se había casado. A pesar de las advertencias de sus amigos, quienes aseveraban con insistencia que Teresa no era más que una aprovechada e interesada en su dinero, Rodrigo siguió adelante con sus planes, pues es sabido que cuando el amor toca a la puerta, ni la irreprimible fuerza de un huracán es capaz de detener los insondables designios de Eros.

La rutina de Rodrigo era estricta: llegaba del trabajo a eso de las cinco de la tarde y corría ansioso hacia su biblioteca a deleitarse con alguna novela de Asimov o un cuento de Correa. El tiempo seguía su ininterrumpible cauce, mientras él, como en estasis, devoraba cada línea, cada palabra, cada letra, con un apetito voraz. Algo en el incesante flujo de la vida no le convencía, sentía que la vida no era más que una suma de actividades infructuosas y relaciones vacuas; le faltaba emoción, pasión, un remesón que le hiciera sentir vivo una vez más, como cuando celebró su matrimonio: era el hombre más feliz del sistema solar. Pero como sucede con todas las emociones, el tiempo les arrebata su fulgor y se diluyen hasta que no queda más que un exiguo recuerdo de su antiguo esplendor.

Un buen día, Teresa fue de compras a centro comercial, y Rodrigo seguía, como siempre, en su actividad favorita. Sonó el timbre. Al abrir la puerta, Rodrigo se quedó petrificado; no podía creer lo que sus ojos veían. A menos que algún bromista hubiese colocado un espejo frente a la puerta, ante él se erguía su doble, unos diez años mayor, de lo que algunas canas sobre las orejas daban testimonio. El parecido era evidente, el color avellana de sus ojos y la similitud de sus narices hicieron estremecer a Rodrigo.

—No te asustes —dijo el hombre—, soy tú. Vengo del futuro.

— ¡Pe… Pero eso es imposible!—replicó Rodrigo—. Eso no es más que ficción. Eres un doble, ¡un impostor!

—Sé que es difícil de creer, pero, ¿No es lo que siempre quisiste que ocurriese? Durante estos años invertí mi fortuna en poder cumplir el anhelado sueño de viajar por el tiempo y el espacio. Ahora me encuentro de pie frente a mi yo de hace diez años.

—Sigo sin poder creerlo…

—Es natural. ¿Recuerdas aquella vez en que compraste la empresa donde trabajaba Teresa, solo para poder tenerla cerca de ti?

—Eso solo lo sabe ella; se lo confesé el día en que le pedí matrimonio. Confío en Teresa lo suficiente como para saber que no le contaría a nadie.

Rodrigo meditó durante algunos minutos. Su razón e intuición se debatían en un duelo a muerte, pues bien sabía que era imposible que algún desconocido supiera tal secreto, pero por otro lado no existían precedentes de un viajero intertemporal. Finalmente prosiguió:

—Digamos que te creo, y no lo hago, tienes que explicarme el porqué de tu visita.

—Si me invitas a pasar a nuestra casa, te contaré todo.

Los dos hombres pasaron a la oficina de Rodrigo, un acogedor cuarto de muros color marfil y piso de madera flotante. El escritorio, la biblioteca y la mesa de centro eran de roble. Los individuos se sentaron en un enorme sofá de cuero. El Rodrigo del futuro se acomodó con naturalidad, como si no fuese la primera vez que lo usaba. Cambió su expresión de súbito, de una afable sonrisa pasó a una fría seriedad.

—No he venido aquí por fines recreativos: estoy aquí para cambiar el futuro.

—¿Me pasará algo malo?

—No si podemos evitarlo —Sacó una especie de pantalla digital del tamaño de un beeper—. Mañana en la mañana tienes que depositar la mitad de todo tu dinero en la cuenta que aparecerá en la pantalla. Al día siguiente debes depositar lo restante en otra cuenta, que mostrará el dispositivo.

—Esto me parece una estafa, ¿Para qué quieres todo mi dinero?

—No es para mí, es para ti. Dentro de tres días congelarán todas tus cuentas bancarias y no podrás hacer ningún retiro.

— ¿Por qué habrían de congelar mis cuentas? —Replicó con voz trémula— No soy ningún fugitivo.

—Lo serás. Vamos a matar a alguien.

El peso del mundo cayó sobre Rodrigo. Él, un ciudadano modelo, siempre involucrado en comitivas de beneficencia, miembro de la asociación animalista de Santiago, y un buen samaritano que prestaba ayuda desinteresada a quien lo necesitase. Le estaban diciendo que debía matar a una persona. Y no era cualquiera quien se lo pedía: era él mismo. Se sintió mareado, la sola idea de lastimar a alguien le aterraba; matar era algo inimaginable para él. 

—No lo haré. Prefiero morir —balbuceó después de un momento.

—Es justamente lo que pasará si no haces lo que te digo —replicó el viajero con severidad.

Rodrigo se estremeció.

—¿Me estás diciendo que tengo que matar a alguien o esa persona me matará a mí?

—En efecto.

Algo no cuadraba en la historia del viajero. Algo le estaba ocultando su yo del futuro.

— ¿Cómo sabes que morirás, si sigues vivo?

—Este no es mi primer viaje. Antes de venir al pasado fui al futuro. La policía dice que me asesinaron en extrañas circunstancias y nunca encontraron al culpable.

—Me imagino que ya sabes quién es. Dímelo.

—No es necesario que lo sepas todavía. Haz lo que te pedí y nos encontraremos pasado mañana aquí mismo, a medio día, después de que hagas el segundo depósito.

—Aún tengo preguntas, ¿por qué son dos depósitos distintos y no todo en la misma cuenta? Tengo que contarle de esto a Teresa.

— ¡Por nada del mundo le cuentes a ella! —dijo el viajero con nerviosismo—. Si le cuentas a alguien arruinarás todo. Mientras menos sepa Teresa, mejor estará. No pongas en peligro su vida —Su rostro se puso cálido, con los ojos alguien enamorado—. Por otro lado —prosiguió—, la mitad del dinero es para que lo uses en ti. El resto va a un fondo de inversión que dará sus créditos dentro de diez años. Tengo que asegurarme yo también.

—Entiendo. Nos vemos pasado mañana.

Esa noche no pudo dormir en paz. Observaba cada recoveco del cielo de la habitación, con la mirada perdida y dándose varias vueltas sobre sí mismo. Teresa se percató de ello.

—¿Por qué estás tan intranquilo esta noche, mi amor? —dijo con dulzura.

—No es nada, solo un poco de insomnio.

—Te conozco, sé que algo te preocupa.

—Me preocupa el futuro. No menos que a cualquier persona en estos días. Vuelve a dormir —le dio la espalda y se hizo el dormido.

El primer día llegó. Rodrigo hizo todo con prolijidad, tal cual le ordenó su yo futuro. Al día siguiente prosiguió de la misma forma. Algo le inquietaba, el viajero era demasiado misterioso. No podía confiar en todo lo que le decía. El reloj anunciaba las once. Decidió llegar antes de lo acordado para hablar con su yo futuro y quitarse las dudas. Se dirigió con presteza a su casa. Entro a su estudio: nadie había allí. Estaba todo tranquilo y silencioso. Se sentó un momento. Comenzó a reflexionar sobre lo ocurrido. Quizá el hombre había jugado con él, y todo el asunto no era más que una estafa ingeniosa y rebuscada para hacer caer a un pobre ingenuo. Todo su dinero perdido. Aunque Rodrigo no era un hombre apegado a lo material, de algo había que vivir. Un grito lo sacó del trance; una voz femenina, sin duda la de Teresa. Parecía provenir del tercer piso. En menos de diez segundos ya se encontraba en dicha planta. Lo que vio lo dejo atónito. No tanto por la gravedad de la escena, sino porque supo al fin quien era la persona a la que debía asesinar: a su amada Teresa. Su yo futuro sostenía con su mano izquierda a Teresa, y cargaba un cuchillo con su mano derecha.

—¡Ayúdame, Rodrigo! —Dijo Teresa entre llantos.

—¡Llegaste muy temprano, maldición! No se suponía que vieras esto —exclamó el viajero.

Rodrigo cayó de rodillas al suelo, lívido. Él amaba a esa mujer con su alma; era imposible que ella fuese quien lo mataría en el futuro. No era posible. Todo le daba vueltas: él era incapaz de hacerle daño a Teresa. Logró centrarse un poco y se incorporó.

—No te dejaré hacerlo —dijo Rodrigo con los ojos rojos de ira.

—¡Es muy tarde! Ella es una asesina despiadada, solo quería nuestro dinero ¡Te lo aseguro!

—¡No le creas a este hombre, mi amor! ¡Sálvame!

—¡Suéltala! —farfulló, y se abalanzó hacia el dormitorio.

Antes de que lograra entrar, el viajero cerró las puertas automáticas. Rodrigo golpeó y pateó la puerta con desesperación, pero ni un rasguño logró hacerle al sólido acero del que estaba hecha. Los gritos eran insoportables, Rodrigo estaba desesperado.
En medio de su ofuscación, una sencilla idea se hizo clara. Se dirigió a su estudio, abrió el cajón de su escritorio y sacó un revólver. Se escuchó un disparo. El cadáver de Rodrigo desplomado en el piso. Llegó a una conclusión inevitable: la única manera de deshacerse del invitado era quitarse la vida, así nunca viajaría en el tiempo y no podría hacerle daño a su esposa. Los gritos cesaron.

—Te dije que iba a hacerlo, Rodrigo creía en esas tonterías de viajes en el tiempo —dijo Teresa.

—Nunca pensé que sería tan ingenuo —respondió el viajero, mientras se quitaba la prótesis de hule de la nariz y los lentes de contacto, para descubrir unos ojos oscuros como la noche.

—Nos hizo un gran favor al quitarse del camino, ahora todo el dinero está en nuestras cuentas. Él se lo buscó, no habría tenido que ser así de habernos casado sin separación de bienes. Ahora podremos vivir felices, amor mío.

Teresa cogió una maleta que tenía preparada desde antes. Besó al hombre, y salieron juntos por la puerta.

El cuerpo de Rodrigo adornaba el estudio.

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